La vida es un fractal continuo

Si tomamos como punto de partida que los fractales son objetos autosimilares o autosemejantes cuyas partes tienen la misma forma o estructura que el todo —aunque pueden mostrarse a diferente escala o estar ligeramente deformados—, entenderemos el afán repetitivo, recalcador y perfeccionista de los poemas que conforman Bosques fractales, libro de José Rolando Rivero (1957-2022), merecedor del Premio Nicolás Guillén en 2016 y publicado por la editorial Letras Cubanas en ese mismo año.

Su punto de partida nos somete al denuedo de la reescritura: la vuelta sobre un texto como leitmotiv de vida, pues el mismo deviene trama de la respiración, no se escribe para satisfacer una vanidad necesaria, ni por urgencia o carestía, se escribe porque la escritura es derivante de la existencia, palabras que brotan de la realidad y se forman o deforman a medida que se inhala o exhala. Si más adelante en este mismo texto, que preabre la primera de las cuatro sessions de las que está compuesto el volumen, el autor anuncia: el texto no es un objeto más de nuestro propio mundo, sino un mundo entero en sí mismo,¹ entenderemos que estos fractales se derivan de ese texto mayor que es “la vida”. Y no he dicho poemas, sino fractales, aun cuando el poeta anuncia la similitud de sus versos para con los bosques; pues ¿qué es un bosque sino una forma repetitiva, un cansancio autogenerado? El sustantivo cede ante la fuerza del adjetivo.

Pero José Rolando no se coloca en el centro de la vida, sino que más bien prefiere ir a sus márgenes; las situaciones, experiencias y anécdotas que gravitan en estos fractales son abordadas desde la descentralización: el texto siempre brota desde una de las aristas leves y fugaces de la existencia. Casi todo queda entre sombras, lo que le interesa decir o significar siempre responde a un leve cosquilleo, un susurro, una prefiguración ensoñada. En el poema “naked stades (fragmento)”, se alude a un posible recorrido por varios zonas de la geografía norteamericana, y llama la atención que el ojo del poeta siempre se posa en lo aparentemente anodino o trivial, no hay sorpresa ni anhelo, solo un par de ojos que observan lo que es y no es, cómo si la realidad estuviera siendo sometida a una interrogación, como si se le culpara por su insuficiencia.

Cubierta de Bosques fractales (Ed. Letras Cubanas, 2016).

Si bien el ansia de originalidad caracteriza el arte —al punto de que para muchos creadores es una obsesión no parecerse a otro, y esconden con denuedo de dónde proviene cada una de sus influencias, y buscan no repetirse en sus temáticas—, en este libro se advierte que este aspecto no provoca ningún tipo de trauma o complejo, pues la referencialidad y las apropiaciones de textos ajenos incorporados dentro del cuerpo del texto propio es reiterada, así como la reescritura de obras ajenas y propias. Recordemos que estos fractales derivan de un texto mayor que es la existencia, así que el poeta asume que si la vida se reitera hasta el cansancio, al punto de ser él mismo parte de esa reiteración, ¿por qué ha de temerle a repetirse? En el poema “visual thesaurus (escolios)” José Rolando se da el gusto de recrear varias imágenes canónicas en la historia de la fotografía. La muerte, el dolor, la angustia, son los puentes que unen cada uno de estos textos, certera representación de la fractalidad, donde el abandono de la permanencia cobra cuerpo, razón, y vida.

Y es esta una de las marcas más notables: el no ser. La segunda session hace evidente un afán de no pertenecer, de no permanecer, como si el instante último en el que abandonas definitivamente respondiera por el resto de los instantes vividos, por el susurro y la estridencia de los días iguales, pues la travesía (…) es ausencia (…) en el límite equívoco de las palabras.² El poeta no se reconoce en el ámbito que pisa, o puede llegar a reconocerse tanto que el peso de los significados desaparece. Hay un apetito inmenso de no estar, de gravitar en lo etéreo, de escapar hacia la luz. El poeta se reciente por la maquinaria fractal que une una hora con otra y busca un instante de paz que continuamente se le confunde con abulia, desgano, obstinación. En el poema “síndrome de estocolmo” el poeta desdoblado en una segunda persona reconoce que no tiene a dónde ir y no escapa, comprende que no existe un allá y no pelea, se siente secuestrado por la vida y apáticamente se relaciona con ella, la entiende, la acepta.

El poeta cubano José Rolando Rivero (1957-2022).

La session tres está compuesta por un único texto: “ámbitos temporales”, fragmentado a su vez en 24 secuencias que transcurren todas en habitación/interior/noche. Ya aquí los afanes del libro se convierten en obsesiones: la fuga, la atemporalidad, las reiteraciones. Los poemas no giran en torno de un mismo centro, sino que parten hacia rutas inciertas, afluentes de un río mayor. Se perciben como nueva marcas la caladura del miedo —muchas veces injustificado—, el goce de lo bello que puede hasta hacernos olvidar el dolor, el deja vú: los paisajes mentales repetidos en el borde del ojo. Cada una de las secuencias parece responder a una de las horas de las que está compuesto el día. Una densa bruma recorre estos poemas que pueden antojarse agobiantes, cansones, no por su contenido, sino por el juego monótono que formulan. Se me antoja evocar a Antonio Machado y su poema “Hastío”, cuando reza: Un día es como otro día; /hoy es lo mismo que ayer.³ Algo similar redunda en el cansancio repetitivo de estos poemas. Cada hora integrada a cada día y este a su vez a cada año, gravitan absurda y abúlicamente ante los ojos del poeta.

Por su parte la session cuatro es sumamente autónoma —es un mundo en sí misma—, pues parece distar de los postulados que voluntaria o involuntariamente promulga este libro —entendamos que estar en contra de todo es una manera de estar a favor de algo: a favor de lo contrario. Autonomía relativa, pues lo referencial sigue siendo una huella imborrable, incluso adquiere nuevas connotaciones por lo parapetadas e ignotas que duermen dentro del texto. Acá el libro denota un cuestionamiento de arduo pensar, de experiencias acendradas y puras. El sujeto de estos poemas parece haber encontrado al fin un pedazo de calma y la mirada se hace más honda, más pasmada, abarcadora. Todo lo que el hombre siente, ve o vive puede ser transformado en poesía, en materia de poema. Solo la síntesis, el uso exacto de la palabra denota que estos espacios fueron seleccionados con minucia, apartados de otros instantes tal vez más importantes o imperecederos. En uno de estos poemas el sujeto, que aparentemente regresa de Nueva York, se detiene junto a otras personas para alejar la noche, y bebe café junto a un mostrador improvisado; la descripción del entorno nos coloca en la geografía cubana, encontramos incluso que un cañaveral arde contra el horizonte; el poema parece transcurrir sin más sobresaltos que los del retorno y la extrañeza que encierra toda vuelta a casa, pero el último verso (toda la noche oiré pasar pájaros)⁴ no es más que una leve variación de una línea del Diario de Viaje de Cristóbal Colón. Este leve artilugio nos hace repensar y releer el poema, ya no estamos hablando de un retorno, sino de un redescubrimiento.

Una vez terminada la lectura uno comienza a cuestionarse sobre el peso de nuestra existencia en relación con la existencia de los demás, pues “la vida es un fractal continuo”, parece decirnos José Rolando. Somos parte de esa similitud ligeramente deformada: días densos en su agobio, pulular de cosas por doquier, indiferencia de las diferencias que terminan por ser una extraña semejanza.

[1] José Rolando Rivero: Bosques fractales, Editorial Letras Cubanas, 2016, p. 11.

[2] José Rolando Rivero: ob. cit., p. 37.

[3] Antonio Machado: Poesías completas, Editorial Arte y Literatura, 2003, p. 62.

[4] José Rolando Rivero: ob. cit., p. 86.

(Publicado originalmente en La Gaceta de Cuba)

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